lunes, 24 de agosto de 2009

La verdadera paz

Muchas veces me he puesto a pensar si mi posición frente a la vida es correcta o sólo es un error surgido de una mezcla de experiencias de todo índole. ¿Hasta qué punto lo que pienso y creo está mediado por el prejuicio? Khalil Gibrán decía que sólo se es libre cuando deja de hablarse de la libertad como una meta. En este sentido, la libertad no es un horizonte hacia el cual debemos caminar sino precisamente ese sentimiento y esa actitud con la que caminamos. ¿Mi vida va hacia la libertad o vivo libremente? ¿Quiero ser o realmente soy? Dilucidar una respuesta para la eterna e inconclusa pregunta de qué es el ser humano y cuál es su meta fue un dilema que abandoné hace tiempo, acomodado y apaciguado bajo un cielo individual que me decía que me bastaba con aceptarme a mí mismo y afirmarme en el conocimiento de lo que sé que soy, complementado con la intuición de lo que creo ser. No quiero caer en juicios morales ni maniqueos pero debo decir que es una buena posición. Esa mezcla de razón, intuición, experiencia y conocimiento me brinda tranquilidad y me aclara el paisaje que camino. No importa si es una turbia noche o un día soleado, el sentido de aceptación de mí mismo me hace marchar con la cabeza en alto y el pecho despejado.

Sin embargo, dada mi naturaleza inconforme y tal vez ayudado por una de de esas paradojas que habitan al ser humano, encuentro que mi aceptación personal corre el riesgo de volverse sólo una impostura. El sentido de querer más, de buscar más, la certeza de que la belleza de la vida no está en sólo en encontrar oasis temporales en el camino sino también en el hecho de nunca detenerse -nunca dejar de sentir, nunca dejar buscar la plenitud humana en distintos espacios y momentos-, es una fascinación que se va volviendo esquiva en el proceso de construir un vivero para que habite mi auto aceptación. No es tan difícil crear las condiciones para encontrarnos a nosotros mismos y querernos como somos, basta alejar algunas cosas y escucharnos, basta distanciar algunas personas y con ellas se marchan los conflictos. Pero, como han dicho muchos, la paz es mucho más que la ausencia de la guerra: es fácil ser bueno cuando todo está bien y ser generoso en la abundancia. En esta medida, dado que el universo jamás se detiene ni se detendrá, la existencia del ser humano estaría condenada a bondades temporales seguidas por actos justificados de barbarie. Esta sería sólo una repetición del modelo histórico que hemos construido: a una guerra prosigue un periodo de calma suficiente para rearmarse e iniciar otras batallas. Y de algún modo habría que reconocer que esta dinámica humana está acorde con la existencia científica del universo. Todo el tiempo hay estrellas que mueren y otras que nacen, galaxias que colapsan y otras que se forman. Por eso, considero que el referente del hombre histórico –aquel que batalla contra el monstruo de turno que se cruza en su camino- es el mejor que se puede tener.

Pero no siempre mis pies están posados sobre el suelo y mi corazón en vuelo me pide despegar mi cuerpo de la tierra; no es sensato pero es humano. Y según la intuición con la que vivo, estos despliegues de sueños me acercan a la trascendencia y me prometen el retorno a un hogar universal, en estrellas más lejanas que las explicadas por los astrónomos. En confusas sensaciones y en imágenes de niebla, algunas mañanas atrás desperté, más que con la idea, con el sentimiento que un grandísimo hombre –un gigante en todos los sentidos- expresó con una sencilla oración hace casi un par de milenios. “Mi paz os dejo, mi paz os doy, yo no os la doy como el mundo la da”. La búsqueda de una paz que vaya más allá de necesidades humanas satisfechas o en reposo, el deseo de vibrar en armonía con todo aquello que veo y que no veo, y sentir satisfacción en algún rincón de mi ser trascendente son anhelos que comienzan a marcar el sendero que quiero recorrer en los años que me quedan en la Tierra. Hoy tengo el recuerdo de épocas de búsquedas teológicas y se me hace necesario superar los venenos religiosos y sus sesgos doctrinarios. Si logro filtrar credos y astutas palabrerías a las que la ignorancia erigió altares, me encuentro frente a frente en el espejo con un devoto sin Dios, un creyente que no tiene en qué creer pero que intuye que hay algo -o alguien- en quien se puede confiar. Estas sensaciones y recuerdos son las que me hacen desear esa paz que no es de este mundo y cuyo rastro sólo lograré mediante el desalojo de mi cómoda tranquilidad personal impostada de paz interior. Debo reconocer que disfruto del maquillaje pacífico que brilla en mi vida, y no es el tedio ni el vacío el que hoy me hace caminar. De algún modo que aún no comprendo totalmente diría que por fin ahora puedo iniciar una búsqueda respetable y establecer relaciones no surgidas de la necesidad. Por fin puedo edificar algo digno, surgido de la voluntad y no de la urgencia de superar dificultades. Me complazco en mí mismo en medio de mi paz terrena, pero quiero superar esa complacencia. Un camino más allá del derrotero que transito; un sol más brillante, oculto tras el sol que ya me alumbra; un cielo más azul y más apacible –cielo, a su vez, de ese cielo que soñamos- me llaman con sonidos que me vibran en el corazón. Por ahora, el inicio del sendero que me llevará hacia esa verdadera paz es un solo una frase que hace semanas me persigue en medio de las nostalgias intermitentes que llegan sin aviso: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis reposo para vuestras almas”. Sé que el camino está dentro de mí.