domingo, 23 de septiembre de 2007

Letra para cantar un día domingo

Para aquellos amantes de la poesía que por añadidura sean víctimas del síndrome de domingo por la tarde. Aquí va este hermoso y nostálgico poema del español Ángel González.

Y a última hora no quedaba nada:
Ni siquiera las hojas de los árboles
-acacias-, ni el viento de la tarde,
ni la alegría, ni la desesperanza.
La caricia que pudo haber rozado
aquella piel, no se produjo porque
aquella piel no era la tuya,
ni los ojos
que me miraban eran
tus ojos, ni el deseo
-que en otro tiempo hubiera sido
suficiente-
tenía sentido, desviado
del cauce de ti misma.

A última hora había pasado un día,
y al sentirlo hecho sombra, y polvo, y nada,
comprendí que la luz que había llenado
sus horas,
y todas las palabras
que ocuparon mi boca, y los gestos
de mis manos,
y la fatalidad de mis designios,
y las calles que anduve paso a paso
y el vino que bebí, y la alegría
de saber que existías en el mismo
instante,
no eran sólo el fracaso repetido
del Día del Señor, sino que eran
un día más sin ti:
comprendí con dolor que jamás, nunca
para mí habría domingos ni esperanza
fuera de tu mirada y tu sonrisa,
lejos de tu presencia tibia y clara.

Letra para cantar un día domingo. Ángel González

sábado, 22 de septiembre de 2007

Desde una orilla del recuerdo

La lluvia está un poco más de allá de la ventana aunque el frío logra filtrarse por los espacios más pequeños, incluso por las minúsculas y vulnerables rendijas del corazón. El sol amaga en asomar pero vuelve a ocultarse luego de un nuevo recuerdo. Las tardes de lluvia bogotana poseen la triste virtud de traer oscuras nubes vigilantes arrastradas por los gélidos vientos del presente y del pasado. Afuera, un obrero recoge escombros con una pala y los lanza hacia el platón de una volqueta. El café de enfrente a la ventana ha sido inaugurado apenas dos días atrás pero aún no ha logrado vulnerar la indiferencia y la pobreza de los caminantes del centro. El anciano vendedor de golosinas, ubicado en la puerta del café, resiste el helaje de la tarde enfundado en una ruana de tiempos coloniales. Unas calles más arriba, hacia la séptima con diecinueve, caminan las nostalgias construidas años atrás, en la época estudiantil. Las melancolías que vienen con la lluvia de la tarde no son tan desoladoras como las de los viernes caminando el centro recién empieza a anochecer, cuando veo las parejas de universitarios intentando disfrutar de una perversión inocente llamada amor. La época de la tranquilidad, el estudio y el amor está cobijada por cielos más comprensivos con las penas. –“Eran otros tiempos”- me digo sin palabras, -“y yo también era otro”- digo ahora en voz alta. Quiero levantarme del escritorio pero me detiene el miedo a vislumbrar el paisaje completo de la tristeza de esta tarde. Temo que el sonido de la pala cargando los escombros tome la forma de aquello en que un día puedo convertirme. Me da miedo divisar el rostro y el cuerpo que hay bajo el sombrero y el fragmento de la ruana que apenas diviso aquí sentado: es otra posibilidad amenazante en mi futuro. Me niego a aceptar el café vacío como un sitio clausurado de forma prematura. Con las nostalgias no hay problema porque tengo su imagen donde quiera vaya o me refugie. Las nubes oscuras y los vientos fríos de esta tarde no están en el cielo bogotano sino en el espacio de mi propia alma. La lluvia es eterna, es un sueño recurrente convertido en recuerdo cierto. Por eso creo que he de huir de estas ciudades desoladas que sólo son un espejo de mi órbita interior.

Suena el teléfono y espero al tercer timbrazo antes de levantar la bocina. No hablo y sólo coloco mi oído sobre el auricular. Una voz venida desde alguna lejanía impuesta me habla y me dice que salga hasta la esquina y que me espera en el café Oma para que hablemos de lo que fue y puede seguir siendo. La dueña de la voz no sabe que la vida es frágil, que la resurrección sólo es posible para creyentes y que yo hace tiempo dejé de serlo. Además, su voz ha cambiado, es distante y parece más segura de sí misma, de la extraña en que se ha convertido. No digo nada pero ella insiste, acaso yo esté a punto de ceder. Cierro los ojos y aprieto los labios y el pecho para que por fin me salgan las palabras. Por fin suspiro hondo y abro los ojos para ver la realidad tan cierta. El tut- tut- tut de un teléfono que no ha timbrado en toda la tarde me fastidia en el oído. Miro hacia la sala de espera de la oficina y veo el indicador del estéreo encendido, y entiendo que la voz no vino nunca de un lugar lejano sino del violín y el saxo que brotaban hace poco de esa caja maldita. Entonces me levanto y camino hacia la ventana. La lluvia ha cesado y ya no hay escombros ni obreros palanchines; el viejo de las golosinas parece una estatua derrumbada. El café continúa abierto y vacío. Tomo las llaves de la oficina y decido salir a buscar ese futuro que amenaza atormentarme.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Poema

Por casualidad encontré este bello poema. Pertenece a un tolimense de esos cuyo nombre no recuerdo porque no figura entre los listables comerciales que ocupan las páginas literarias de este país. Su título es A la muerte de una costurera:

La hilandera que tejió en el telar de la lluvia
la costura de mis huesos,
y en las noches daba puntadas
al dolor de mis costado,
ya no enhebrará su hilo en nuestras vértebras:

dos pájaros azules la esperan
en las puertas de otro reino.

¿Entonces quién hará su oficio
ahora que la muerte es un domingo eterno?

La muerte más allá de la muerte

Creo que, más allá de lo que diga la ciencia con todos sus adelantos en neurología, los sueños siempre han sido y serán un enigma. Podemos controlar nuestros pensamientos pero nunca nuestros sueños. No sé si alguien ya haya alcanzado el método para hacerlo, matando de esa forma la concepción romántica que aún vincula mi existencia con la magia y la fantasía. Mientras no aparezca ese alguien prefiero aferrarme a la idea de que los sueños son alguna clase de existencia paralela donde transita nuestra alma. No importa que aquello que aquí llamo “alma” sea en el mundo posmoderno una proyección de nuestro inconsciente. Por ahora, valga saber que la ciencia está en crisis y que la física cuántica cada vez se aproxima más al límite en el que la ciencia y la fe se encontrarán de frente. No soy creyente y esa es una postura que defiendo firmemente. Sin embargo, tengo la esperanza de que en medio de este caos se está tejiendo el camino que nos llevará a un reencantamiento del mundo, y que en un futuro habremos de aceptar humildemente formas de conocimiento diferentes a las racionales. Como ven, sin quererlo, el camino de los sueños me ha traído hasta este punto. Y quisiera extenderme más, pero hoy no quiero pensar en la física cuántica ni en la fe, ni en la modernidad ni el mundo encantado. Hoy sencillamente quería tratar de recuperar con las palabras un sueño que he tenido anoche –o esta madrugada-. En mi sueño a mi vez dormía y tenia otro sueño. Un teórico trataría de definir esto como un “metasueño”. Demos libertad al teórico y digamos que en mi metasueño me encontraba frente a frente con un querido amigo de adolescencia y primera juventud muerto hace cuatro años. Hablamos algunas cosas que lamentablemente no recuerdo. De hecho, no recuerdo muchas cosas del sueño. Pero al despertar, permanecí unos minutos en la penumbra de mi cuarto tratando de descifrar el enigma y la sensación etérea que me dejó el sueño. Hoy quiero compartir con ustedes ese enigma en tanto que la sensación se desvanece con el paso del día y la rutina. Muchos se han preguntado si hay vida después de la muerte, pero esta mañana sentí la necesidad de saber si había muerte después de la muerte. Claro está, esta pregunta presupone la certeza de una vida ultraterrena. Ustedes qué creen ¿Acaso hay algún tipo de segunda muerte luego de morir en esta Tierra?

domingo, 16 de septiembre de 2007

El amor a la simplicidad

El amor a la simplicidad es el título de una bella novela de la nueva narrativa alemana. Fue escrita por Wilhem Genazino y en Colombia se consigue una edición de Mondadori, llena de erratas. Sin embargo, la falla de la editorial no alcanza a restarle frescura a un lenguaje ingenuo y sencillo que le hace homenaje al título de la obra. Creo que ésta es una de esas novelas que hacía falta leer. La ciudad deja de ser un peso insoportable en la espalda del individuo, y se convierte en un espacio con el que hay que reconcilirse pues constituye el universo esencial del hombre moderno.

Como dicen, para la muestra un botón:

"Es suficiente detenerse de pronto un día claro y cerrar los ojos como he hecho de niño. Bajo los párpados está oscuro durante un rato, pero después se aclara. Veo un ancho firmamento amarillento, hacia arriba, rojizo hacia abajo. Puede ser un desierto y un cielo. El rojo del borde inferior se intensifica en cuanto refriego un poco los ojos con la mano. Es como si extendiera bajo los párpados el cielo rojo de una tarde. A veces pasan corriendo pequeños seres vivos, parecen una mezcla de pájaros y niños. Me gusta mirarlos, llevan consigo pequeños objetos y no hablan. Normalmente vienen del ángulo derecho y desaparecen por el izquierdo. Cuando la visión se vuelve demasiado fantástica, basta un simple abrir de ojos. Entonces el mundo vuelve a ser como era antes".

Cuando la poesía habla...

A veces, cuando la poesía habla, no nos queda otra alternativa que callar. Eso pasa con este poema de Cavafis:

Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón - como un cadáver - sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire
oscuras ruinas de mi vida veo aquí,
donde tantos años pasé y destruí y perdí".
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.

La ciudad. Constantino Cavafis

Ante las cenizas


Sombra,
fuego extinguido,
cenizas húmedas de llanto
y el humo que se eleva silencioso.
No era un gran incendio,
sólo fue un amor.

Viviendo a Bogotá

Muchas veces me había preguntado cuál podría ser la impresión que Bogotá causara a un viajero que, sin prejuicios, la visitara de paso simplemente. Yo era uno de los desdichados amantes de la ciudad que ya casi no podían soñar con ella, pues al recorrerla solo encontraba una realidad caótica. En rigor, los ojos con los que yo miraba la ciudad estaban prejuiciados por los periódicos y la televisión. El centro de Bogotá me parecía un hormiguero desordenado en el que la gente transitaba en una estampida insegura e impetuosa. Con todo, a veces era grato encontrar un delicioso extraviado que se paraba sencillamente a gozar de aquel caos. En ocasiones yo era uno de ellos, y me detenía en el Parque Santander a aplaudir a los mimos que imitaban a los transeúntes y divertían a los desocupados. Allí también encontré alguna vez al hombre que hacia las dos mil flexiones de brazos sin descansar. A veces en ese mismo parque se armaba una feria popular del libro, donde se conseguían ejemplares viejos y usados por muy buen precio. Pero todo esto se iba convirtiendo últimamente en una envidia personal pues cada vez era más riesgoso hacerlo.

Con todo esto, las características negativas del centro se estaban trasladando a los rincones más lejanos de la ciudad, o quizás el sentido haya sido a la inversa: el caos nacía en los rincones y buscaba el centro. En todo caso ya no se salvaban ni los parques solitarios que fueron la delicia de los adolescentes vagabundos: pasaban de ser una promesa romántica a una estadística de inseguridad.

Si alguien me hubiera pedido un consejo hace unos años sobre mi ciudad, yo hubiera la hubiera presentado como el lugar ideal para vivir, soñar y amar. En realidad yo estaba platónicamente enamorado de Bogotá. Como producto del sur disfrutaba de cosas sencillas. Visitaba parques solitarios como el Country Sur, Santa Isabel, Ciudad Montes... y acechaba en las tardes de semana la ilusión de encontrar en ellos a mi compañera caminante. En palabras de Khalil Gibrán, no era yo un loco pues aun tenía la esperanza de hallar a mi alma gemela.

Noche y tango

Cuando vi la película Sur quedé enamorado de "La esquina de los sueños". Creo que la imagen de lo que es un tango se resume perfectamente en ese espacio nocturno de bruma y música nostálgica, del que paulatinamente van desapareciendo los personajes.

Eso también es esta fotografía: una noche de la vida que recuerda un tango persistente en la memoria. Afortunadamente estaban los amigos.

Palabras y portales

Abrir un libro es abrir un portal en el tiempo y en el espacio, es vislumbrar la ruta hacia otros universos inimaginados donde nos esperan las palabras de hombres y mujeres que lucharon por vencer los límites del tiempo. Recuerdo que hace unos años vi una película en la que un hombre ayudaba a una mujer que huía a través de los infinitos universos paralelos del cosmos. Cada cierto tiempo, en algún lugar, aparecía un portal luminoso que al ser penetrado lanzaba a los personajes hacia mundos donde las situaciones variaban en historias paralelas. Así, en un mundo se había desarrollado las armas pero no la medicina, en otro los nazis habían triunfado en la Segunda Guerra Mundial, en otro las montañas rocosas conservaban no la imagen de los rostros de antiguos presidentes estadounidenses sino de personajes de la televisión vieja, etc. Abrir un libro es penetrar un pórtico similar, y somos lanzados a universos inverosímiles de aventuras y sentimientos, y por un tiempo compartimos nuestra vida con los personajes hasta entonces desconocidos en una historia que se acaba al cerrar la última página. Al igual que sucede en la realidad cuando concluye etapa vital en nuestra existencia, nos queda una nostalgia.

En las primeras páginas de “Sobre héroes y tumbas”, Ernesto Sábato nos abre las fronteras de Buenos Aires con sus parques nocturnos donde se refugian los solitarios, y las calles que arrastran a los enigmáticos. Miguel Ángel Asturias en sus “Leyendas de Guatemala”, nos pasea por la Guatemala indígena y sus pueblos de ancianos con güegüecho visitados en la noche por espantos milenarios. José Eustasio Rivera nos lleva en “La Vorágine” por áridas llanuras hasta lanzarnos al sopor frondoso de la selva colombiana, con sus arbustos tenebrosos y sus ríos implacables.

En tiempos actuales en los que mucha gente busca mera distracción en los libros y deniega el hábito de la lectura bajo la excusa de entretenciones mejores, es necesario tener en cuenta un hecho importante e inmanente en la acción de abrir un libro: el acto comunicativo. Creo que sólo es necesario recordar que en estos tiempos de incomunicación humana (a pesar de los sofisticados medios físicos de comunicación) que un libro es la materialización de una idea, de un recuerdo o de un hecho que se gestó en un momento y un lugar preciso del transcurso de la historia humana. Leer es acceder a ese momento, comunicarnos con lo intemporal y sabernos parte de un gigantesco proceso construido a partir de pequeñas emociones y actos más que de grandes momentos. La historia oficial habla de tres o cuatro grandes hechos ocurridos en determinado lapso de tiempo, pero ¿acaso no sufría y gozaba la gente de aquella época?, ¿acaso no se extasiaban con la noche tal como lo hacemos nosotros?. El olvido de esos pequeños detalles ha hecho que el hombre contemporáneo se sienta el gran descubridor de la vida como si estuviera inventando o hallando sentimientos y emociones nuevas. Sin duda que el desconocimiento o la no-valoración de las pequeñeces del pasado es en parte la causa de la actual soberbia humana.

La patria interior

Es indudable que en nuestro tiempo se hace necesaria la renovación de los conceptos. La palabras derivadas de una raíz a llegan a perder sustancialmente la que relación que deberían tener. Si por ejemplo miramos la palabra patria tenemos que el significado literal, según el diccionario, es sitio donde se nace o país de origen. De este modo, el significado de otra palabra como patriotismo es amor a la patria. Sin embargo, creo que es necesario replantear la relación de estos dos términos y de un modo más amplio la verdadera relación del primer término en cuanto a lugar, y el segundo en cuanto sentimiento.

No vayamos a engañarnos con nacionalismos ideales que proclaman una patria justa y buena para todos sus ciudadanos. Pese a todo lo que se pueda decir, son pocos los que en realidad aman una cosa, una persona o, como en este caso, un lugar, con todas sus virtudes y sus defectos. Muchos podrían decir, al ver una situación social en decadencia o un estado de guerra en su lugar de origen que ese no es su país, que lo malo es el actuar de unos pocos, etc. Sin embargo, habría que ser consecuentes con una realidad sostenida durante décadas. En el caso colombiano, la guerra es una constante y casi una manera de vivir a la que absurdamente nos hemos acostumbrado. Por tanto, si alguien proclama su amor a Colombia deberá aceptar que ama un país en guerra y socialmente decaído.
Muchos podrán aún sostener su patriotismo recalcitrante, manifestado en las banderas en la ventana de su casa los días de fiestas patrias, o acaso la bandera ondeante por la calle cuando juega la selección de fútbol, o el televisor a todo volumen y encendido a las tres de la madrugada cuando corre Juan Pablo Montoya en un país meridional, o quizás podrá sentirse patriota con el afiche de Shakira, Juanes o Aterciopelados pegado en alguna pared de la casa. Pero cabe entonces la pregunta ¿Somos patriotas en el sentido de amar a nuestra patria? ¿o somos idólatras de los símbolos comerciales de una patria moribunda? Consumir los productos simbólicos de nuestro inventario nacionalista no nos hace más patriotas. Y en realidad esta respuesta a una pregunta nos conduce a un nuevo interrogante ¿En realidad qué es lo que conforma nuestra patria? ¿Qué es lo que nos identifica con el lugar en que nacimos, con los principios de nuestra remota historia personal?

Quienes han tenido la posibilidad de salir fuera del país sabrán que lejos de la tierra no se extraña ni la música, ni los afiches, ni tampoco la posibilidad de lucir la camiseta de la selección de fútbol, ni las carreras por televisión, ni nada de esos símbolos comerciales. En la era de la masificación todas esas cosas son accesibles incluso estando fuera del país, de modo que no es posible extrañar los objetos que tenemos a nuestro alcance.

Si somos sinceros diremos que lo que verdaderamente extrañamos es la posibilidad de disfrutar la vida, las cosas, incluso los símbolos comerciales de nuestra patria, con la gente que nos entiende, con los seres que interiormente están cerca de nosotros y comprenden todas nuestras expresiones de tristeza y alegría. En realidad, lo que se extraña es la posibilidad estar en el carnaval espontáneo que se forma cuando gana la selección, o asistir a un concierto de Juanes, Shakira o Aterciopelados, o cualquier otro grupo musical y salir de estadio y encontrarse con el mundo que interiormente es nuestro. Lo que verdaderamente extrañamos es la posibilidad de salir y comentar la carrera de Juan Pablo Montoya (haya ganado o haya perdido) con el vecino del barrio, con el amigo de la esquina. Lo importante es la posibilidad de compartir una misma emoción con toda esa gente que interiormente tiene la misma estructura de identidad que nosotros. Y es por eso que los símbolos comerciales constituyen, de alguna manera, un puente por medio del cual el que está lejos intenta acercarse a los que aún permanecen en ese espacio geográfico llamado país. En realidad, el país de origen, como el padre carnal, es un mero accidente en nuestra historia personal. Pero la cultura a la que pertenecemos, como también nuestra madre carnal, es una sola y exclusiva. Podemos esconder las señales de nuestro padre-país y tratar de pasar por hijos de otro más poderoso, pero las huellas de nuestra madre-cultura son inocultables porque estamos hechos de ella misma, somos sus reproductores, y negarla a ella sería negarnos a nosotros mismos.

El sueño americano y la grave situación social de nuestro pueblos latinoamericanos han originado grupos sociales paridos en nuestras tierras pero culturalmente afectos a nodrizas extranjeras. Al igual que en la época de la independencia, nuestras sociedades se caracterizan por las mezclas, -antes raciales hoy de pensamiento-. La libertad nunca alcanzada por los pueblos latinoamericanos, confundida con una independencia exterior pero nunca interior, es el horizonte lejano que se vislumbra en el espacio cultural que hoy tenemos. Solo esa libertad de cultura, de costumbres y expresiones propias reconocidas y aceptadas por los países grandes, mucho más allá del exotismo y la extrañeza, podrán ensanchar el camino cotidiano de la historia para que haya espacio suficiente y digno para todos los que nacimos y queremos estas tierras.

Conocer y reconocer lo americano (obviamente recuperando la cobertura del término para todos los latinos), aceptar y cultivar lo americano y deleitarnos con ello, es sin duda una actitud propicia para liberar nuestra patria interior de un yugo del que no ha podido desprenderse desde hace ya más de 500 años. No sólo los símbolos comerciales de nuestra patria necesitan el apoyo de los hombres y mujeres comunes y corrientes, también lo necesitan nuestros empresarios, nuestros artesanos, nuestros obreros y nuestros intelectuales, nuestro indígenas renuentes a dejar morir el origen de nuestra cultura. Y lo necesitan también nuestros pobres y malheridos compatriotas. Finalmente, todos nosotros somos la verdadera esencia de esa patria que se extraña allá afuera.

Si miramos en un libro de la historia del siglo XX de Latinoamérica, tal vez la palabra revolución aparezca más de veinte veces. Sin embargo, habría que depurar el término y trasladarlo al ámbito de la cultura y no de la violencia. Para que haya un verdadero crecimiento social, que parte desde lo humano, es necesario revolucionar nuestras costumbres y replantear los moldes que manejamos en nuestra cultura, muchos de los cuales solo son posibles en razas con otra historia y con un espíritu diferente al nuestro.

Para que sea posible que los países llamados del primer mundo nos acepten, y nos admitan en la práctica la posibilidad también de decidir sobre nuestro futuro pequeño y el de nuestro planeta, es necesario el autorreconocimiento. Aceptarnos a nosotros mismo es el primer y más sencillo paso.

Asumir nuestra cultura como esa verdadera patria que habitamos, y en la cual están todas las posibilidades de bienestar y crecimiento humano que requieren nuestros pueblos, es una lejana expectativa pérdida ahora en el mar de la globalización, por la cual lucharon los más grandes hombres que hemos tenido.

Tal vez sea necesario el salto del pasivo patriotismo simbólico al efectivo patriotismo cultural. He allí un estandarte digno y verdadero que podemos portar los sencillos y corrientes ciudadanos.

Sábado en la noche

Soy un hombre clase media que cuento con la fortuna de tener un empleo en un país en el que 14 de cada 100 habitantes, con capacidad de hacerlo, no tiene cómo ganarse la vida. En palabras de un desempleado soy alguien afortunado, no importa que deba levantarme a las cuatro y media cada mañana de lunes a viernes, para salir antes de las 6 a.m y trabajar como burro en un colegio distante hora y media de mi apartamento (alquilado, por supuesto) Vuelvo cada tarde alrededor de las cinco, más cansado que un caballo de los Hunos a seguir calificando pruebas o preparando clases. Así, mi momento de descanso viene desplazándose cada vez más hacia las horas profundas de la madrugada. Pero con todo esto, como dije antes, soy afortunado.

La vida que quisiera, lo que quisiera ser todos los días, viene a adquirir formas y nombres de calendario marcados con impaciencia en mi memoria. Disfrutar el sol tibio que entra por la ventana, o la lluvia que refuerza la placidez de mi cama un sábado en la mañana son placeres que se alejan a medida que transcurre mi vida de adulto.

La vida de vértigo, de esparcir la energía sobrante que aún considero tener antes de volverme viejo y me llegue la “sejuela” (se “jue” la juventud), queda reservada para las noches de sábado. Desde muy niño tuve en mi memoria la imagen ruidosa y brillante de las fiestas lejanas, las tabernas oscuras amenizadas por música que quería que me gustara y los amores que encontraría en aquellos ambientes. El sábado en la noche viene a ser casi la única alternativa romántica (en el sentido de uso, por supuesto) para un empleado como yo. Por eso, trato de disfrutarlo siempre que el bolsillo me lo permite.

Mi vida real (la que me permite mi cuerpo cuando no está empleado), comienza alrededor de las cuatro o cinco de la tarde. Decido bañarme el cuerpo aunque ya lo haya hecho en la mañana. Me gusta la sensación del agua fría que me incita hacia la calle y sus probabilidades excitantes. Luego, me coloco la “pinta” que me haga sentir más joven y me tiró hacia la calle.

Los rumbeaderos más comunes para un hombre de mi categoría económica se delimitan perfectamente por el precio de la “birra” o la botella de ron. No puedo darme el lujo de quedar como un príncipe, por mucho que me guste la muchacha, so pena de pasar el resto de mes como un mendigo. Por eso tomo un bus, y muy de vez en cuando un taxi, que me lleve hasta Plaza de las Américas (conocido como “la zona rosa del sur”) allí están todas las tabernas y discotecas que se acomodan a mi presupuesto, y también algunos bares de mi gusto cuando simplemente quiero escuchar música.

Lo usual es atravesar el carnaval de la cuadra de las tabernas donde los “jaladores” secuestran las parejas ofreciéndoles tragos de cortesía y casi empujándolos hacia el lugar de promoción. Muchos nombres encuentro allí: “Stop”, “Rumba vallenata”, “Canterbury”… En mi travesía observo sitios de toda clase de música, rock, salsa, merengue, vallenato (música costeña detestada en público por muchos pero escuchada en la intimidad por todos), y hasta rancheras y baladas de los 70´s. ..