martes, 14 de diciembre de 2010

Down These Mean Streets

(Posible traducción: Por estas calles bravas o Por estas calles ruines)

Hace años tuve la fortuna de leer esta autobiografía de Piri Thomas, un joven que crece en Harlem, Nueva York, por allá en la década de los cincuenta. Para el tiempo en que el autor era un adolescente, Harlem era un barrio con enorme influencia latina. De este factor se desprenden disímiles consecuencias, generalmente cargadas de dificultad. El rigor de un ambiente violento que impone sus leyes en el espíritu de los habitant
es de aquellas “calles bravas” se trasluce en las páginas de este sensible relato. Sin embargo, muchas veces la violencia que asolaba las calles de Harlem tenía como origen el propio ímpetu de las familias latinas que, intentando abrirse paso en la Nueva York de entonces, se cargaban de resentimiento y frustración. En otras palabras, lo que muestra Piri Thomas en su libro, es una Latinoamérica pequeña echando raíces en un rincón de los Estados Unidos.

Fue paradójico que yo, latino hasta la médula, leyese el libro en alguno de los tantos fines de semana en que me aburría de modo inverosímil en un tranquilo pueblo de la Florida, donde mi única distracción consistía en hacer un solitario recorrido cultural por las bibliotecas de Palm Beach o bostezar viendo programas en el canal de Univisión. Precisamente por estar viviendo en aquel ambiente medio anglosajón y extrañar en aquella época el “bullicio salvaje del espíritu” y las “sombras dolorosas de mi patria”, tuve la conciencia de comparar las dos culturas que se enfrentan en el libro, y que en realidad se desafiaban en la arena de mi propia vida.



En ese tiempo triunfó el desvarío febril de mi impulso latino. Pero debo reconocer que esa victoria ocurrió no sin miedo de mi parte: la bravura de las calles de Harlem, sus fanfarronadas y los desdenes que debió sortear Piri Thomas en su época, las conocí personalmente a miles de kilómetros de Nueva York, en calles festivas donde las derrotas cotidianas de sus habitantes eran berreadas y celebradas estruendosamente en los estéreos de sus casas, amén de los alaridos y las bravatas de los borrachos que inundaban las esquinas de mi barrio. Así, sin saberlo, en un rincón andino ubicado 2.600 metros más cerca de las estrellas que las costas neoyorquinas, las palabras de Piri Thomas seguían contando historias al pálpito de otras experiencias. Eso hizo que me identificara plenamente con la fábula de su vida y que me dolieran sus desdichas. Pero en aquellos años yo era un ser contradictorio y en la lengua de mi alma había una sensación ambigua y palabras difusas que pugnaban por tomar forma. Si bien yo confundía el impulso con la decisión, la algarabía con la alegría y la agitación con la acción, intuía algún grado de discordia entre estos conceptos. Por eso, aunque añoraba mi ambiente latino, el relato de Thomas me incrustó una espina en el paladar con que disfrutaba sus sabores.

He rememorado este libro en la época actual en que reflexiono sobre los errores y los vicios de nuestra cultura. A veces un tonto nacionalismo, alimentado por los medios de información y las eficaces campañas publicitarias de la cerveza, nos dispara el orgullo patrio hacia alturas absurdas y engañosas. Pasando por alto la sensatez ganada a punta de experiencias maduradas, la emoción nacionalista nos impide la autocrítica y el consecuente crecimiento social e individual. En la plenitud de su vida, Piri Thomas encontró tranquilidad, al haber logrado romper la estructura de valores que el barrio latino le había impuesto como una marca interior: simplemente entendió que él mismo era el problema y decidió cambiar. Siendo un adulto mayor, vivía con su familia en Los Ángeles donde se dedicó a ayudar a jóvenes problemáticos a superar sus traumas y sus odios. Quizás, siguiendo el ejemplo de Thomas, en mi vida presente -ocaso de mi amada treintañez-, en la batalla interior librada por la influencia de aquellas dos culturas sale victoriosa la experiencia sensata. Alejado de los impulsos febriles de otros tiempos, el sosiego tanto interior como vital que anhelo tiene la imagen de una casa nocturna y sencilla, cobijada por un cielo apacible que me será esquivo en tanto mi estructura emocional no esté preparada para admirarlo.

Hace un par de meses intenté encontrar el libro de Thomas en las librerías de mi ciudad, pero quizás debido a nuestra autocensura cultural, o peor aún, a la censura comercial que no hace muy visibles los libros “worst-sellers”, no pude encontrarlo. Entonces escribí a la biblioteca de West Palm Beach solicitando información sobre el libro y su autor. En mi carta, a mi petición le añadí una observación que decía: “ese libro es muy importante para mí”. Y con esa gentileza y eficacia características de los empleados de aquella biblioteca, antes de 12 horas me llegó la respuesta con todos los datos solicitados, incluyendo un comentario que parecía ser respuesta a mi nota personal: “ese libro es muy importante para mucha gente”. Reconforta saber que en los caminos de nuestras encrucijadas interiores, somos muchos los que buscamos la senda del sosiego.

Recomiendo la lectura de este libro para aquellos que quieran hacer una reflexión acerca de la confrontación de nuestra propia interioridad contra ese entorno que a veces no logramos entender. Alguna vez Gandhi dijo: “Si estás en paz contigo mismo al menos hay un lugar pacífico en el mundo”. Se necesita una medida justa de autocrítica para inducirnos a buscar un cambio dentro de nosotros mismos. Una idea o una postura asumida por millones de seres no constituye necesariamente una verdad. Nuestro colectivo patrio necesita con urgencia un cambio de patrones culturales y nuestro colectivo humano necesita reposar sobre estructuras emocionales diferentes. Sin embargo, aquel requerimiento de dimensiones macro se inicia con una disposición voluntaria en el micro cosmos de nosotros mismos.

miércoles, 21 de julio de 2010

El payaso que llora en la bañera

Heinrich Böll, de nacionalidad alemana, recibió el Premio Nóbel de Literatura en 1972. Considero que es un premio más que merecido pues este genial escritor entregó al mundo uno de los libros más maravillosos que he leído y tal vez la novela con la que más me identifico: Opiniones de un payaso. En lo personal, el capítulo 14 de esta es uno de los más bellos de la literatura universal. Y aunque digo "en lo personal", por alguna razón las personas con quienes he conversado acerca de esta novela coinciden en afirmar que las páginas del capítulo 14 son memorables. Como siempre, mis propias palabras sobran ante la fuerza de las líneas escritas por Böll.

Hoy sencillamente quise compartirles esto:

"La vi volver a casa de noche. A la luz de la luna el bien recortado césped parecía casi azul. Junto al garaje, ramas podadas, amontonadas allí por el jardinero. Entre la retama y las matas rojas de los acerolos, el cubo de la basura, listo para la recogida. Viernes por la noche. Ya sabría ella a qué olería la cocina: a pescado. También sabría las notas que encontraría, una de Züpfner sobre el televisor: "Tuve que irme urgentemente a casa de F. Besos, Heribert", la otra de la criada sobre la nevera: "Estoy en el cine, volveré a las diez. Grete (Luise, Birgit)."

Abrir la puerta del garaje, dar la luz: sobre la blanqueada pared, la sombra de un patinete y de una máquina de coser en desuso. En el rincón de Züpfner, el Mercedes probaba que se Züpfner había ido a pie: "Respirar el aire, respirar un poco de aire, aire". Barro en neumáticos y guardabarros recordaba viajes por el Eifel, discursos por la tarde ante las juventudes ("luchar juntos, resistir juntos, sufrir juntos").

Una ojeada hacia lo alto: también todo oscuro en el cuarto de los niños. Las casas vecinas con entradas de doble vía y separadas por amplios parterres. El patológico reflejo de los televisores. El padre y marido que vuelve a casa molestará como el regreso del hijo pródigo molestaría: no se degollaría ningún becerro, ni siquiera habría pollos a la parrilla; se señalaría fugazmente un resto de pasta de hígado que quedó en la nevera.

Los sábados por la tarde, reuniones de confraternidad, cuando los volantes de badminton saltaban por encima de la red impulsados por raquetas, cachorros de perro o de gato escapaban corriendo, volantes devueltos por una raqueta, recuperados los gatitos -"oh, qué monada"- o los perritos -"oh, qué monada"- en la puerta del jardín o a través de rendijas en el vallado. Reprimida la irritación en las voces, nunca personal: sólo de vez en cuando se sale de la impecable curva y traza arabescos en el cielo de la vecindad, siempre por motivos fútiles, nunca por los verdaderos: si un platillo se hace añicos con estrépito, un balón que rueda aplasta las flores, manos infantiles arrojan guijarros a la pintura de los coches, lo recién lavado y recién planchado es rociado por las mangueras del jardín, entonces las voces se vuelven estridentes, las voces que no pueden chillar ni por estafas ni adulterios ni abortos. "Hija, tienes los oídos supersensibles, toma una medicina".

No tomes nada, Marie.

La puerta de la casa se abre: silencioso y confortablemente cálido. La pequeña Mariechen duerme arriba. Así pasa el tiempo: boda en Bonn, luna de miel en Roma, embarazo, parto: rizos castaños sobre níveas almohadas. ¿Te acuerdas de cuando él nos enseñó la casa y afirmó, lleno de vitalidad: "Aquí hay sitio para doce niños"? Y cómo ahora te examina durante el desayuno, el inexpresado "¿sí?" en sus labios, y cómo gritan los sencillos correligionarios y compañeros de partido después del tercer vaso de coñac: "¡De uno a doce van once, reza la cartilla!".

Se murmurea por la ciudad. Has estado otra vez en el cine, en este atardecer resplandeciente de sol, en el cine. Y otra vez en el cine, y otras veces.

Toda la tarde sola en el grupo, en casa de Blothert en casa, y sólo el ca-ca-ca en los oídos, y esa vez no terminaba en "-nciller", sino en "-tólicos". Como un cuerpo extraño te zumba la palabrita en los oídos. Suena a juego de crícket, suena también un poco a úlcera. Blothert posee el contador Geiger que permite descubrir a los católicos: "Éste sí, éste no, éste sí, éste no". Como si deshojase la margarita: me quiere, no me quiere. Me quiere. Allí se examinan clubes de fútbol y compañeros del partido, gobierno y oposición, con el test católico. Igual que un distintivo racial, se busca la piedra de toque y no se la encuentra: nariz nórdica, boca occidental. Alguien la tiene con seguridad, se la ha tragado, la piedra tan codiciada, la buscada con ahínco. Es el propio Blothert, guárdate de sus ojos, Marie. Lujuria senil, ideas de seminarista sobre el sexto mandamiento, y cuando se habla de ciertos pecados, sólo en latín. In sexto, de sexto. Naturalmente, suena a sexo. Y los queridos niños. A los mayores; Hubert, dieciocho; Margret, diecisiete, les está permitido quedarse un rato, para que la charla de los adultos les aproveche. Se habla de católicos, estado corporativo y la pena de muerte, que hace surgir una curiosa llamarada en los ojos de la señora Blothert, y su voz se eleva a irritadas alturas, donde el reír y el llorar se juntan sensualmente. Has intentado consolarte con el trasnochado cinismo de izquierdas de Fredebeul: en vano. En vano intentarás irritarte con el trasnochado cinismo de derechas de Blothert. Hay una bonita palabra: nada. No pienses en nada. Ni en el canciller, ni en los católicos, piensa en el payaso que llora en la bañera, que derrama el café en sus zapatillas."

Opiniones de un payaso. Heinrich Böll

martes, 29 de junio de 2010

La canción del jardinero

"Yo no soy bailarín
porque me gusta quedarme
quieto en la tierra y sentir
que mis pies tienen raíz..."

María Elena Walsh es una poetisa argentina, compositora de bellísimos temas infantiles como esta Canción del jardinero. Muy conocidas en otras latitudes, las canciones de esta artista ahora tienen video gracias a la idea genial de algún admirador. Poesía e infancia, cultura y existencia vital, !!qué falta hace en el mundo comprender estas asociaciones!!

jueves, 17 de junio de 2010

Ahora

Hace apenas un instante, por la ciudad hondísima
oí pasar una noche de mi infancia en los campos,
un vuelo de caballos, de iluminadas granjas
y altos bosques de pájaros. Es como un pulso súbito
el recuerdo, una ola de sangre que no olvida
asciende de la bruma con ladridos de perros,
como salvajes ancianos que ven la luna alzándose
sobre la pleamar negra de las montañas.
Golpea el corazón ese puño secreto,
un viento que se burla de los años reanuda
un silbo en las agujas del pinar y derriba
de los negros ramajes las esferas maduras.

Tan lejos, de repente, vuelve ese viento antiguo
que desciende hacia el río, por los viejos cañones
del Tolima, curvando las cañas, despertando
voces sobresaltadas en los cuartos vecinos,

Tal vez no es más la infancia que un país ilusorio,
una raíz que hundimos en las previas penumbras
para sortear la vaga irrealidad del mundo,
pero su acre ventisca llega como un milagro,
hace crujir los muros de las casas que no existen
y enciende sobre el páramo las increíbles voces
de los ángeles. Vivas y huyendo por los bosques
veo las llamas indemnes. Veo el árbol temible
donde la enferma quiso que excavaran su tumba.
Oigo lejos gemir los camiones nocturnos
que cruzan rumbo a Caldas. Oigo las torpes bestias
que devoran el apio, que enferman los sembrados.


Y mi noche se llena de obliteradas noches,
se confunden en ella los pueblos de los riscos,
los entrevistos trenes, las iglesias monstruosas
y el sable de las fábulas vuela en fragmentos de oro
cuando suenan los truenos y los rifles. La noche
vasta de la ciudad asila estos espectros,
las bifurcadas noches que atesoran sus hombres,
ayeres que ya están en la sangre y, de pronto,
despiertan para hundirnos en el canto o en el crimen.

Ahora. William Ospina

miércoles, 10 de marzo de 2010

Romance anónimo

Para los amantes de la guitarra clásica, dejo este video en el que el maestro español Narciso Yepes interpreta el bellísimo tema Romance Anónimo. Hace un tiempo pensaba que ese era el nombre verdadero de esta pieza, sin embargo, indagando por la red, encontré que la autoría de esta obra musical ha sido atribuida a diversos músicos de diferentes procedencias. Probablemente el verdadero nombre sea simplemente Romance, y anónimo sea el calificativo que recibe dado su origen desconocido. Sea como sea, es una hermosa obra y al ser interpretada por un guitarrista de la categoría de Yepes, esta lluvia de notas adquiere una grandeza absoluta. Por demás, el video en blanco y negro ayuda a transmitir ese sentimiento suave de la melodia, invitándonos a abrir todos los sentidos para disfrutarla.

jueves, 11 de febrero de 2010

Un salto desde el espacio

Tal vez sea debido a esa mezcla de encanto y temor que me inspiran las alturas que considero la hazaña que se observa en este video como una de las más grandes y osadas realizadas por hombre alguno. En el video se aprecia al Capitán de la Fuerza Aérea norteamericana Joseph W. Kittinger lanzándose desde la estratósfera, a una altura de 31.300 metros. El salto se realizó el 16 de agosto de 1960 y uno de sus objetivos era saber si los pilotos de los aviones de combate, que ya alcanzaban alturas similares, podían eyectarse desde esa distancia y en las condiciones propias de la estratósfera. Como podrán ver en el video, desde el globo de helio en que ascendió Kittinger ya se podía apreciar la curvatura de la Tierra, y el planeta azul aparece en toda su dimensión y belleza.

Podemos tener una idea del valor de este capitán si consideramos que el ascenso hasta la altura indicada tardó una hora y media. En cambio, el descenso de este pionero del espacio debió tardar menos de 10 minutos pues alcanzó una velocidad máxima de 998 kilómetros por hora en caída libre.

En abril próximo, el austríaco Felix Baumgartner saltará desde 36.500 metros de altura, tratando de batir el récord impuesto por Kittinger. Creo que es una hazaña para no perdérsela. Ojalá la transmitan por televisión, aunque me hiela la sangre el sólo imaginar un hombre mirando el planeta desde el espacio y lanzarse al vacío dando un simple paso.

Por desquiciados y suicidas que parezcan los actos de hombres como estos, hechos de esta índole son los que abren el camino de la humanidad. Hay quienes siempre quieren dar un paso y avanzar un poco más... siempre un poco más...

lunes, 8 de febrero de 2010

Cultivar la huerta

Recuerdo las clases de Literatura Universal II en la universidad. Un profesor llegado de los salones de La Sorbona, amante del refinamiento y una estética extraña a nuestro mundo de mágicas tragedias, nos martillaba los lunes y los miércoles de 8 a 10 de la mañana con su desprecio por lo autóctono y sus exquisiteces aprendidas en sus madrugadas de tomar café con crema y comer un trozo de baguette. Inicialmente creí que era una patología traumática del maestro o una pose intelectualoide. Sin embargo, con el tiempo fui conociendo otros profesores de la misma procedencia y entendí que era una postura generalizada de los catedráticos que regresaban del país del champagne y los viñedos. En todo caso, yo cursaba el segundo semestre de mi carrera y más que las clases con muletillas en francés me robaban el corazón las caminatas por el Parkway al caer la tarde, evitando el tráfico de la carrera 30. Por aquellos tiempos añoraba la vida que me prometían la calle y la noche, por eso odiaba las teorías y los maquillajes formales que cubrían la academia. Tal vez fueran estas dos situaciones o mi vicio de leer autores contemporáneos lo que hicieron que al finalizar el semestre a duras penas pudiera pasar la materia con una nota modesta y cierto prejuicio por los clásicos franceses de los siglos XVII y XVIII. El único que salía bien librado a mis ojos era Moliére, gracias a su humor y la ligereza vital que se percibía en sus obras.

Pero como dijo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, y los eventos que mudan nuestra vida también se llevan caprichos de nuestra alma. Recientemente he reflexionado acerca de cuántos años de existencia gastamos en busca de aquello que queremos, menospreciando la posibilidad de obtener aquello que necesitamos. Y no hablo de necesidades básicas sino integrales. De algún modo intuitivo he considerado que muchos de nuestros anhelos son caprichos surgidos de nuestra ignorancia. Con todo esto sólo quiero decir que con los años he cambiado, o tal vez es más justo decir que la vida me ha enseñado. Y estando del otro lado de la cerca, ya no desde un pupitre sino al frente del tablero, tratando de que 30 almas jóvenes entendieran algo de los tiempos de la Ilustración, volví a dialogar con los neoclásicos franceses. Y así fue como Voltaire se me cruzó en el camino, en una época más madura.

Leí Cándido o el optimismo, de Voltarie, por un compromiso meramente académico. Abordé el libro sin muchas pretensiones y esperando no hallar nada más que un gran bostezo, producto del prejuicio que por años tuve con la literatura neoclásica. Siempre consideré este tipo de literatura como un conjunto de libros fríos, académicos, enormes y pesados pues los había conocido cuando prefería vibrar de emoción con los románticos del siglo XIX o los realistas sociales del XX. Sin embargo, me llevé una gran sorpresa al cerrar la última página de la obra de Voltaire. Finalizado el libro, me hablaba la voz de sus diferentes personajes, principalmente la de los dos filósofos que intentan influenciar al protagonista: Pangloss, el optimista y Martín, el pesimista.

El argumento de la novela es muy sencillo. Cándido es un joven que crece en un castillo de Westfalia y, bajo la tutoría del filósofo Pangloss, aprende que vive en el mejor de los mundos posibles y que todo en el universo marcha como debiera. Posteriormente, el joven es expulsado de su reino de cristal y enfrenta diferentes azares y adversidades, razón por la cual cuestiona las enseñanzas aprendidas. Ahí es donde aparece Martín, el pesimista. Este hombre considera que nada en el mundo vale la pena pues Dios ha entregado el mundo a algún ser maléfico. Según Martín, no hay nación que no busque la ruina de la otra ni familia que no quiera destrozar a sus vecinos. Y así transcurre la vida de Cándido: entre el optimismo inculcado, los azares vividos y el pesimismo cotidiano. Al final del libro, cansados de errar por el mundo y luchar contra la vida, los tres personajes encuentran un sabio turco, un campesino, quien les aconseja trabajar pues “el hombre no fue hecho para la holgazanería”, además, dice el sabio, el trabajo aleja tres grandes males del hombre: el aburrimiento, la necesidad y los vicios. Después de escuchar estas sabias palabras Cándido decide comprar un terreno y cultivar su propia huerta. Al final de libro, los filósofos siguen razonando, buscando razones para el mundo terrenal y el ultraterrenal, a lo cual Cándido responde respetuoso: “Eso está muy bien” –dice cuando Pangloss comienza a filosofar sobre el origen del trabajo –“pero debemos cultivar nuestra huerta”.


Este libro sencillo y sus consideraciones sin adornos me calaron muy hondo, después de tantos años en que, como Cándido, vagué por las incertidumbres y viví escuchando el optimismo por un oído y el pesimismo por el otro. Dentro del conocimiento intuitivo que adopté desde hace cierto tiempo, algunas sabidurías son confirmadas. Eso me ocurrió con la idea del trabajo -que no el empleo-: desde hace algunos años comencé a considerar que el amor al trabajo era una de las decisiones más sabias que podía tener el hombre. En la vida todo puede fallar: familia, pareja, amigos, “Dios”…. pero el trabajo invariablemente siempre da sus frutos. La razón es muy sencilla, la ley universal de causa y efecto, o la ley espiritual de la siembra y la cosecha.

Como quiera verse, desde el punto de vista científico (ley de causa y efecto) o desde la perspectiva bíblica (“todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”), el amor al acto de la siembra, es un noble sentimiento que acarrea altas recompensas. Lamentablemente en el mundo productivo mucha gente no ha discernido lo suficiente para encontrar la diferencia entre el empleo y ese acto de sembrar llamado trabajo. Si bien, es inevitable para la mayoría de nosotros depender de un empleo, también es cierto que se nos hace necesario trabajar en nuestra propia huerta, sembrando los árboles que queremos ver florecer en nuestra vida.

De hecho, la lógica metafórica es esa: la huerta es nuestra existencia y nuestros actos son semillas. No importa si nuestro terreno es una empinada cuesta o una plácida llanura, nuestra responsabilidad es sembrar y cultivar la huerta. En lo que a mí se refiere, necesité 36 años de vida y muchas caídas desde el asno, camino a mi Damasco personal, para comprender palabras que están escritas desde hace milenios: “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”. Soy un Saulo en camino de llamarme Pablo, y espero ser tan humilde y sensato como ese gran hombre. No reniego de mi ruta, el sendero de aquellos que nacimos sin una semilla de mostaza en nuestras manos está lleno de piedras y tropiezos. Lo importante ahora es saber caminar derecho, guiado por esa fe que ocasionalmente prefiero llamar intuición para limarla de asperezas religiosas. En la plenitud de mis 30 ya despunta el horizonte de los 40, y no es el peso de la edad en números sino la claridad que me ha otorgado una vida de experiencia la que me induce a cultivar mi propia huerta.