jueves, 11 de febrero de 2010

Un salto desde el espacio

Tal vez sea debido a esa mezcla de encanto y temor que me inspiran las alturas que considero la hazaña que se observa en este video como una de las más grandes y osadas realizadas por hombre alguno. En el video se aprecia al Capitán de la Fuerza Aérea norteamericana Joseph W. Kittinger lanzándose desde la estratósfera, a una altura de 31.300 metros. El salto se realizó el 16 de agosto de 1960 y uno de sus objetivos era saber si los pilotos de los aviones de combate, que ya alcanzaban alturas similares, podían eyectarse desde esa distancia y en las condiciones propias de la estratósfera. Como podrán ver en el video, desde el globo de helio en que ascendió Kittinger ya se podía apreciar la curvatura de la Tierra, y el planeta azul aparece en toda su dimensión y belleza.

Podemos tener una idea del valor de este capitán si consideramos que el ascenso hasta la altura indicada tardó una hora y media. En cambio, el descenso de este pionero del espacio debió tardar menos de 10 minutos pues alcanzó una velocidad máxima de 998 kilómetros por hora en caída libre.

En abril próximo, el austríaco Felix Baumgartner saltará desde 36.500 metros de altura, tratando de batir el récord impuesto por Kittinger. Creo que es una hazaña para no perdérsela. Ojalá la transmitan por televisión, aunque me hiela la sangre el sólo imaginar un hombre mirando el planeta desde el espacio y lanzarse al vacío dando un simple paso.

Por desquiciados y suicidas que parezcan los actos de hombres como estos, hechos de esta índole son los que abren el camino de la humanidad. Hay quienes siempre quieren dar un paso y avanzar un poco más... siempre un poco más...

lunes, 8 de febrero de 2010

Cultivar la huerta

Recuerdo las clases de Literatura Universal II en la universidad. Un profesor llegado de los salones de La Sorbona, amante del refinamiento y una estética extraña a nuestro mundo de mágicas tragedias, nos martillaba los lunes y los miércoles de 8 a 10 de la mañana con su desprecio por lo autóctono y sus exquisiteces aprendidas en sus madrugadas de tomar café con crema y comer un trozo de baguette. Inicialmente creí que era una patología traumática del maestro o una pose intelectualoide. Sin embargo, con el tiempo fui conociendo otros profesores de la misma procedencia y entendí que era una postura generalizada de los catedráticos que regresaban del país del champagne y los viñedos. En todo caso, yo cursaba el segundo semestre de mi carrera y más que las clases con muletillas en francés me robaban el corazón las caminatas por el Parkway al caer la tarde, evitando el tráfico de la carrera 30. Por aquellos tiempos añoraba la vida que me prometían la calle y la noche, por eso odiaba las teorías y los maquillajes formales que cubrían la academia. Tal vez fueran estas dos situaciones o mi vicio de leer autores contemporáneos lo que hicieron que al finalizar el semestre a duras penas pudiera pasar la materia con una nota modesta y cierto prejuicio por los clásicos franceses de los siglos XVII y XVIII. El único que salía bien librado a mis ojos era Moliére, gracias a su humor y la ligereza vital que se percibía en sus obras.

Pero como dijo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, y los eventos que mudan nuestra vida también se llevan caprichos de nuestra alma. Recientemente he reflexionado acerca de cuántos años de existencia gastamos en busca de aquello que queremos, menospreciando la posibilidad de obtener aquello que necesitamos. Y no hablo de necesidades básicas sino integrales. De algún modo intuitivo he considerado que muchos de nuestros anhelos son caprichos surgidos de nuestra ignorancia. Con todo esto sólo quiero decir que con los años he cambiado, o tal vez es más justo decir que la vida me ha enseñado. Y estando del otro lado de la cerca, ya no desde un pupitre sino al frente del tablero, tratando de que 30 almas jóvenes entendieran algo de los tiempos de la Ilustración, volví a dialogar con los neoclásicos franceses. Y así fue como Voltaire se me cruzó en el camino, en una época más madura.

Leí Cándido o el optimismo, de Voltarie, por un compromiso meramente académico. Abordé el libro sin muchas pretensiones y esperando no hallar nada más que un gran bostezo, producto del prejuicio que por años tuve con la literatura neoclásica. Siempre consideré este tipo de literatura como un conjunto de libros fríos, académicos, enormes y pesados pues los había conocido cuando prefería vibrar de emoción con los románticos del siglo XIX o los realistas sociales del XX. Sin embargo, me llevé una gran sorpresa al cerrar la última página de la obra de Voltaire. Finalizado el libro, me hablaba la voz de sus diferentes personajes, principalmente la de los dos filósofos que intentan influenciar al protagonista: Pangloss, el optimista y Martín, el pesimista.

El argumento de la novela es muy sencillo. Cándido es un joven que crece en un castillo de Westfalia y, bajo la tutoría del filósofo Pangloss, aprende que vive en el mejor de los mundos posibles y que todo en el universo marcha como debiera. Posteriormente, el joven es expulsado de su reino de cristal y enfrenta diferentes azares y adversidades, razón por la cual cuestiona las enseñanzas aprendidas. Ahí es donde aparece Martín, el pesimista. Este hombre considera que nada en el mundo vale la pena pues Dios ha entregado el mundo a algún ser maléfico. Según Martín, no hay nación que no busque la ruina de la otra ni familia que no quiera destrozar a sus vecinos. Y así transcurre la vida de Cándido: entre el optimismo inculcado, los azares vividos y el pesimismo cotidiano. Al final del libro, cansados de errar por el mundo y luchar contra la vida, los tres personajes encuentran un sabio turco, un campesino, quien les aconseja trabajar pues “el hombre no fue hecho para la holgazanería”, además, dice el sabio, el trabajo aleja tres grandes males del hombre: el aburrimiento, la necesidad y los vicios. Después de escuchar estas sabias palabras Cándido decide comprar un terreno y cultivar su propia huerta. Al final de libro, los filósofos siguen razonando, buscando razones para el mundo terrenal y el ultraterrenal, a lo cual Cándido responde respetuoso: “Eso está muy bien” –dice cuando Pangloss comienza a filosofar sobre el origen del trabajo –“pero debemos cultivar nuestra huerta”.


Este libro sencillo y sus consideraciones sin adornos me calaron muy hondo, después de tantos años en que, como Cándido, vagué por las incertidumbres y viví escuchando el optimismo por un oído y el pesimismo por el otro. Dentro del conocimiento intuitivo que adopté desde hace cierto tiempo, algunas sabidurías son confirmadas. Eso me ocurrió con la idea del trabajo -que no el empleo-: desde hace algunos años comencé a considerar que el amor al trabajo era una de las decisiones más sabias que podía tener el hombre. En la vida todo puede fallar: familia, pareja, amigos, “Dios”…. pero el trabajo invariablemente siempre da sus frutos. La razón es muy sencilla, la ley universal de causa y efecto, o la ley espiritual de la siembra y la cosecha.

Como quiera verse, desde el punto de vista científico (ley de causa y efecto) o desde la perspectiva bíblica (“todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”), el amor al acto de la siembra, es un noble sentimiento que acarrea altas recompensas. Lamentablemente en el mundo productivo mucha gente no ha discernido lo suficiente para encontrar la diferencia entre el empleo y ese acto de sembrar llamado trabajo. Si bien, es inevitable para la mayoría de nosotros depender de un empleo, también es cierto que se nos hace necesario trabajar en nuestra propia huerta, sembrando los árboles que queremos ver florecer en nuestra vida.

De hecho, la lógica metafórica es esa: la huerta es nuestra existencia y nuestros actos son semillas. No importa si nuestro terreno es una empinada cuesta o una plácida llanura, nuestra responsabilidad es sembrar y cultivar la huerta. En lo que a mí se refiere, necesité 36 años de vida y muchas caídas desde el asno, camino a mi Damasco personal, para comprender palabras que están escritas desde hace milenios: “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”. Soy un Saulo en camino de llamarme Pablo, y espero ser tan humilde y sensato como ese gran hombre. No reniego de mi ruta, el sendero de aquellos que nacimos sin una semilla de mostaza en nuestras manos está lleno de piedras y tropiezos. Lo importante ahora es saber caminar derecho, guiado por esa fe que ocasionalmente prefiero llamar intuición para limarla de asperezas religiosas. En la plenitud de mis 30 ya despunta el horizonte de los 40, y no es el peso de la edad en números sino la claridad que me ha otorgado una vida de experiencia la que me induce a cultivar mi propia huerta.