miércoles, 21 de julio de 2010

El payaso que llora en la bañera

Heinrich Böll, de nacionalidad alemana, recibió el Premio Nóbel de Literatura en 1972. Considero que es un premio más que merecido pues este genial escritor entregó al mundo uno de los libros más maravillosos que he leído y tal vez la novela con la que más me identifico: Opiniones de un payaso. En lo personal, el capítulo 14 de esta es uno de los más bellos de la literatura universal. Y aunque digo "en lo personal", por alguna razón las personas con quienes he conversado acerca de esta novela coinciden en afirmar que las páginas del capítulo 14 son memorables. Como siempre, mis propias palabras sobran ante la fuerza de las líneas escritas por Böll.

Hoy sencillamente quise compartirles esto:

"La vi volver a casa de noche. A la luz de la luna el bien recortado césped parecía casi azul. Junto al garaje, ramas podadas, amontonadas allí por el jardinero. Entre la retama y las matas rojas de los acerolos, el cubo de la basura, listo para la recogida. Viernes por la noche. Ya sabría ella a qué olería la cocina: a pescado. También sabría las notas que encontraría, una de Züpfner sobre el televisor: "Tuve que irme urgentemente a casa de F. Besos, Heribert", la otra de la criada sobre la nevera: "Estoy en el cine, volveré a las diez. Grete (Luise, Birgit)."

Abrir la puerta del garaje, dar la luz: sobre la blanqueada pared, la sombra de un patinete y de una máquina de coser en desuso. En el rincón de Züpfner, el Mercedes probaba que se Züpfner había ido a pie: "Respirar el aire, respirar un poco de aire, aire". Barro en neumáticos y guardabarros recordaba viajes por el Eifel, discursos por la tarde ante las juventudes ("luchar juntos, resistir juntos, sufrir juntos").

Una ojeada hacia lo alto: también todo oscuro en el cuarto de los niños. Las casas vecinas con entradas de doble vía y separadas por amplios parterres. El patológico reflejo de los televisores. El padre y marido que vuelve a casa molestará como el regreso del hijo pródigo molestaría: no se degollaría ningún becerro, ni siquiera habría pollos a la parrilla; se señalaría fugazmente un resto de pasta de hígado que quedó en la nevera.

Los sábados por la tarde, reuniones de confraternidad, cuando los volantes de badminton saltaban por encima de la red impulsados por raquetas, cachorros de perro o de gato escapaban corriendo, volantes devueltos por una raqueta, recuperados los gatitos -"oh, qué monada"- o los perritos -"oh, qué monada"- en la puerta del jardín o a través de rendijas en el vallado. Reprimida la irritación en las voces, nunca personal: sólo de vez en cuando se sale de la impecable curva y traza arabescos en el cielo de la vecindad, siempre por motivos fútiles, nunca por los verdaderos: si un platillo se hace añicos con estrépito, un balón que rueda aplasta las flores, manos infantiles arrojan guijarros a la pintura de los coches, lo recién lavado y recién planchado es rociado por las mangueras del jardín, entonces las voces se vuelven estridentes, las voces que no pueden chillar ni por estafas ni adulterios ni abortos. "Hija, tienes los oídos supersensibles, toma una medicina".

No tomes nada, Marie.

La puerta de la casa se abre: silencioso y confortablemente cálido. La pequeña Mariechen duerme arriba. Así pasa el tiempo: boda en Bonn, luna de miel en Roma, embarazo, parto: rizos castaños sobre níveas almohadas. ¿Te acuerdas de cuando él nos enseñó la casa y afirmó, lleno de vitalidad: "Aquí hay sitio para doce niños"? Y cómo ahora te examina durante el desayuno, el inexpresado "¿sí?" en sus labios, y cómo gritan los sencillos correligionarios y compañeros de partido después del tercer vaso de coñac: "¡De uno a doce van once, reza la cartilla!".

Se murmurea por la ciudad. Has estado otra vez en el cine, en este atardecer resplandeciente de sol, en el cine. Y otra vez en el cine, y otras veces.

Toda la tarde sola en el grupo, en casa de Blothert en casa, y sólo el ca-ca-ca en los oídos, y esa vez no terminaba en "-nciller", sino en "-tólicos". Como un cuerpo extraño te zumba la palabrita en los oídos. Suena a juego de crícket, suena también un poco a úlcera. Blothert posee el contador Geiger que permite descubrir a los católicos: "Éste sí, éste no, éste sí, éste no". Como si deshojase la margarita: me quiere, no me quiere. Me quiere. Allí se examinan clubes de fútbol y compañeros del partido, gobierno y oposición, con el test católico. Igual que un distintivo racial, se busca la piedra de toque y no se la encuentra: nariz nórdica, boca occidental. Alguien la tiene con seguridad, se la ha tragado, la piedra tan codiciada, la buscada con ahínco. Es el propio Blothert, guárdate de sus ojos, Marie. Lujuria senil, ideas de seminarista sobre el sexto mandamiento, y cuando se habla de ciertos pecados, sólo en latín. In sexto, de sexto. Naturalmente, suena a sexo. Y los queridos niños. A los mayores; Hubert, dieciocho; Margret, diecisiete, les está permitido quedarse un rato, para que la charla de los adultos les aproveche. Se habla de católicos, estado corporativo y la pena de muerte, que hace surgir una curiosa llamarada en los ojos de la señora Blothert, y su voz se eleva a irritadas alturas, donde el reír y el llorar se juntan sensualmente. Has intentado consolarte con el trasnochado cinismo de izquierdas de Fredebeul: en vano. En vano intentarás irritarte con el trasnochado cinismo de derechas de Blothert. Hay una bonita palabra: nada. No pienses en nada. Ni en el canciller, ni en los católicos, piensa en el payaso que llora en la bañera, que derrama el café en sus zapatillas."

Opiniones de un payaso. Heinrich Böll

2 comentarios:

Chéka Milosevic dijo...

Nos fuimos con la promesa de que volveríamos. Nos acercamos a mamá y le tomamos con fuerza, estrujando nuestra infancia y aquellos recuerdos que ahora se veían deshechos y polvorientos. Nos fuimos porque sabíamos que no regresaríamos nunca, que esta tierra de nadie no nos merecía… y a pesar de que mamá estuviera llorando entre lágrimas de amarga certeza, le dijimos que no lo hiciera, que íbamos a volver.
Salimos temprano y no miramos para atrás. Monstruos alados gigantes nos harían sucumbir en el olvido, nos harían patear el polvo de un desierto que, con cada paso testarudo que dábamos, iba desapareciendo.
“Nos vamos porque no nos quieren acá”- le dije. Me aseguró que así era, que no nos querían acá y que por eso nos íbamos.
“Mamá sabe que no volveremos”- le aseguré. Mamá sabía que no, me confirmó.
No podríamos volver ahora que nuestra voz lo había sentenciado. Jamás. Nunca más. Extrañé a mamá. Quise mirar hacia atrás y un desierto resentido me lleno de polvo la cara. Después de todo, las tierras de nadie odian a los traidores.

Pócima Milagrosa dijo...

Giré una vez más. Ésta vez, de forma pausada, como queriendo confundir a aquél reflejo que se iba formando ante mis ojos...Pero seguía allí. Odio eso del tiempo, esa cucaracha que se posa bajo los ojos y nos hace ver tan tristes todo el tiempo...Porque somos seres tristes por naturaleza, Pedro. Nacemos y creemos en el milagro de la vida y crecemos y nos volvemos ancianos frente al espejo... frente al relfejo cansino que pareciera negar con la cabeza ante nuestras vagas peticiones...
Al final morimos tristes y cansados, arrojados a la inmensa certidumbre de saber que no hay tal milagro y que, después de todo, esto no es vida.
Sonrío frente al reflejo.