domingo, 16 de septiembre de 2007

La patria interior

Es indudable que en nuestro tiempo se hace necesaria la renovación de los conceptos. La palabras derivadas de una raíz a llegan a perder sustancialmente la que relación que deberían tener. Si por ejemplo miramos la palabra patria tenemos que el significado literal, según el diccionario, es sitio donde se nace o país de origen. De este modo, el significado de otra palabra como patriotismo es amor a la patria. Sin embargo, creo que es necesario replantear la relación de estos dos términos y de un modo más amplio la verdadera relación del primer término en cuanto a lugar, y el segundo en cuanto sentimiento.

No vayamos a engañarnos con nacionalismos ideales que proclaman una patria justa y buena para todos sus ciudadanos. Pese a todo lo que se pueda decir, son pocos los que en realidad aman una cosa, una persona o, como en este caso, un lugar, con todas sus virtudes y sus defectos. Muchos podrían decir, al ver una situación social en decadencia o un estado de guerra en su lugar de origen que ese no es su país, que lo malo es el actuar de unos pocos, etc. Sin embargo, habría que ser consecuentes con una realidad sostenida durante décadas. En el caso colombiano, la guerra es una constante y casi una manera de vivir a la que absurdamente nos hemos acostumbrado. Por tanto, si alguien proclama su amor a Colombia deberá aceptar que ama un país en guerra y socialmente decaído.
Muchos podrán aún sostener su patriotismo recalcitrante, manifestado en las banderas en la ventana de su casa los días de fiestas patrias, o acaso la bandera ondeante por la calle cuando juega la selección de fútbol, o el televisor a todo volumen y encendido a las tres de la madrugada cuando corre Juan Pablo Montoya en un país meridional, o quizás podrá sentirse patriota con el afiche de Shakira, Juanes o Aterciopelados pegado en alguna pared de la casa. Pero cabe entonces la pregunta ¿Somos patriotas en el sentido de amar a nuestra patria? ¿o somos idólatras de los símbolos comerciales de una patria moribunda? Consumir los productos simbólicos de nuestro inventario nacionalista no nos hace más patriotas. Y en realidad esta respuesta a una pregunta nos conduce a un nuevo interrogante ¿En realidad qué es lo que conforma nuestra patria? ¿Qué es lo que nos identifica con el lugar en que nacimos, con los principios de nuestra remota historia personal?

Quienes han tenido la posibilidad de salir fuera del país sabrán que lejos de la tierra no se extraña ni la música, ni los afiches, ni tampoco la posibilidad de lucir la camiseta de la selección de fútbol, ni las carreras por televisión, ni nada de esos símbolos comerciales. En la era de la masificación todas esas cosas son accesibles incluso estando fuera del país, de modo que no es posible extrañar los objetos que tenemos a nuestro alcance.

Si somos sinceros diremos que lo que verdaderamente extrañamos es la posibilidad de disfrutar la vida, las cosas, incluso los símbolos comerciales de nuestra patria, con la gente que nos entiende, con los seres que interiormente están cerca de nosotros y comprenden todas nuestras expresiones de tristeza y alegría. En realidad, lo que se extraña es la posibilidad estar en el carnaval espontáneo que se forma cuando gana la selección, o asistir a un concierto de Juanes, Shakira o Aterciopelados, o cualquier otro grupo musical y salir de estadio y encontrarse con el mundo que interiormente es nuestro. Lo que verdaderamente extrañamos es la posibilidad de salir y comentar la carrera de Juan Pablo Montoya (haya ganado o haya perdido) con el vecino del barrio, con el amigo de la esquina. Lo importante es la posibilidad de compartir una misma emoción con toda esa gente que interiormente tiene la misma estructura de identidad que nosotros. Y es por eso que los símbolos comerciales constituyen, de alguna manera, un puente por medio del cual el que está lejos intenta acercarse a los que aún permanecen en ese espacio geográfico llamado país. En realidad, el país de origen, como el padre carnal, es un mero accidente en nuestra historia personal. Pero la cultura a la que pertenecemos, como también nuestra madre carnal, es una sola y exclusiva. Podemos esconder las señales de nuestro padre-país y tratar de pasar por hijos de otro más poderoso, pero las huellas de nuestra madre-cultura son inocultables porque estamos hechos de ella misma, somos sus reproductores, y negarla a ella sería negarnos a nosotros mismos.

El sueño americano y la grave situación social de nuestro pueblos latinoamericanos han originado grupos sociales paridos en nuestras tierras pero culturalmente afectos a nodrizas extranjeras. Al igual que en la época de la independencia, nuestras sociedades se caracterizan por las mezclas, -antes raciales hoy de pensamiento-. La libertad nunca alcanzada por los pueblos latinoamericanos, confundida con una independencia exterior pero nunca interior, es el horizonte lejano que se vislumbra en el espacio cultural que hoy tenemos. Solo esa libertad de cultura, de costumbres y expresiones propias reconocidas y aceptadas por los países grandes, mucho más allá del exotismo y la extrañeza, podrán ensanchar el camino cotidiano de la historia para que haya espacio suficiente y digno para todos los que nacimos y queremos estas tierras.

Conocer y reconocer lo americano (obviamente recuperando la cobertura del término para todos los latinos), aceptar y cultivar lo americano y deleitarnos con ello, es sin duda una actitud propicia para liberar nuestra patria interior de un yugo del que no ha podido desprenderse desde hace ya más de 500 años. No sólo los símbolos comerciales de nuestra patria necesitan el apoyo de los hombres y mujeres comunes y corrientes, también lo necesitan nuestros empresarios, nuestros artesanos, nuestros obreros y nuestros intelectuales, nuestro indígenas renuentes a dejar morir el origen de nuestra cultura. Y lo necesitan también nuestros pobres y malheridos compatriotas. Finalmente, todos nosotros somos la verdadera esencia de esa patria que se extraña allá afuera.

Si miramos en un libro de la historia del siglo XX de Latinoamérica, tal vez la palabra revolución aparezca más de veinte veces. Sin embargo, habría que depurar el término y trasladarlo al ámbito de la cultura y no de la violencia. Para que haya un verdadero crecimiento social, que parte desde lo humano, es necesario revolucionar nuestras costumbres y replantear los moldes que manejamos en nuestra cultura, muchos de los cuales solo son posibles en razas con otra historia y con un espíritu diferente al nuestro.

Para que sea posible que los países llamados del primer mundo nos acepten, y nos admitan en la práctica la posibilidad también de decidir sobre nuestro futuro pequeño y el de nuestro planeta, es necesario el autorreconocimiento. Aceptarnos a nosotros mismo es el primer y más sencillo paso.

Asumir nuestra cultura como esa verdadera patria que habitamos, y en la cual están todas las posibilidades de bienestar y crecimiento humano que requieren nuestros pueblos, es una lejana expectativa pérdida ahora en el mar de la globalización, por la cual lucharon los más grandes hombres que hemos tenido.

Tal vez sea necesario el salto del pasivo patriotismo simbólico al efectivo patriotismo cultural. He allí un estandarte digno y verdadero que podemos portar los sencillos y corrientes ciudadanos.

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