domingo, 16 de septiembre de 2007

Sábado en la noche

Soy un hombre clase media que cuento con la fortuna de tener un empleo en un país en el que 14 de cada 100 habitantes, con capacidad de hacerlo, no tiene cómo ganarse la vida. En palabras de un desempleado soy alguien afortunado, no importa que deba levantarme a las cuatro y media cada mañana de lunes a viernes, para salir antes de las 6 a.m y trabajar como burro en un colegio distante hora y media de mi apartamento (alquilado, por supuesto) Vuelvo cada tarde alrededor de las cinco, más cansado que un caballo de los Hunos a seguir calificando pruebas o preparando clases. Así, mi momento de descanso viene desplazándose cada vez más hacia las horas profundas de la madrugada. Pero con todo esto, como dije antes, soy afortunado.

La vida que quisiera, lo que quisiera ser todos los días, viene a adquirir formas y nombres de calendario marcados con impaciencia en mi memoria. Disfrutar el sol tibio que entra por la ventana, o la lluvia que refuerza la placidez de mi cama un sábado en la mañana son placeres que se alejan a medida que transcurre mi vida de adulto.

La vida de vértigo, de esparcir la energía sobrante que aún considero tener antes de volverme viejo y me llegue la “sejuela” (se “jue” la juventud), queda reservada para las noches de sábado. Desde muy niño tuve en mi memoria la imagen ruidosa y brillante de las fiestas lejanas, las tabernas oscuras amenizadas por música que quería que me gustara y los amores que encontraría en aquellos ambientes. El sábado en la noche viene a ser casi la única alternativa romántica (en el sentido de uso, por supuesto) para un empleado como yo. Por eso, trato de disfrutarlo siempre que el bolsillo me lo permite.

Mi vida real (la que me permite mi cuerpo cuando no está empleado), comienza alrededor de las cuatro o cinco de la tarde. Decido bañarme el cuerpo aunque ya lo haya hecho en la mañana. Me gusta la sensación del agua fría que me incita hacia la calle y sus probabilidades excitantes. Luego, me coloco la “pinta” que me haga sentir más joven y me tiró hacia la calle.

Los rumbeaderos más comunes para un hombre de mi categoría económica se delimitan perfectamente por el precio de la “birra” o la botella de ron. No puedo darme el lujo de quedar como un príncipe, por mucho que me guste la muchacha, so pena de pasar el resto de mes como un mendigo. Por eso tomo un bus, y muy de vez en cuando un taxi, que me lleve hasta Plaza de las Américas (conocido como “la zona rosa del sur”) allí están todas las tabernas y discotecas que se acomodan a mi presupuesto, y también algunos bares de mi gusto cuando simplemente quiero escuchar música.

Lo usual es atravesar el carnaval de la cuadra de las tabernas donde los “jaladores” secuestran las parejas ofreciéndoles tragos de cortesía y casi empujándolos hacia el lugar de promoción. Muchos nombres encuentro allí: “Stop”, “Rumba vallenata”, “Canterbury”… En mi travesía observo sitios de toda clase de música, rock, salsa, merengue, vallenato (música costeña detestada en público por muchos pero escuchada en la intimidad por todos), y hasta rancheras y baladas de los 70´s. ..

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