sábado, 22 de septiembre de 2007

Desde una orilla del recuerdo

La lluvia está un poco más de allá de la ventana aunque el frío logra filtrarse por los espacios más pequeños, incluso por las minúsculas y vulnerables rendijas del corazón. El sol amaga en asomar pero vuelve a ocultarse luego de un nuevo recuerdo. Las tardes de lluvia bogotana poseen la triste virtud de traer oscuras nubes vigilantes arrastradas por los gélidos vientos del presente y del pasado. Afuera, un obrero recoge escombros con una pala y los lanza hacia el platón de una volqueta. El café de enfrente a la ventana ha sido inaugurado apenas dos días atrás pero aún no ha logrado vulnerar la indiferencia y la pobreza de los caminantes del centro. El anciano vendedor de golosinas, ubicado en la puerta del café, resiste el helaje de la tarde enfundado en una ruana de tiempos coloniales. Unas calles más arriba, hacia la séptima con diecinueve, caminan las nostalgias construidas años atrás, en la época estudiantil. Las melancolías que vienen con la lluvia de la tarde no son tan desoladoras como las de los viernes caminando el centro recién empieza a anochecer, cuando veo las parejas de universitarios intentando disfrutar de una perversión inocente llamada amor. La época de la tranquilidad, el estudio y el amor está cobijada por cielos más comprensivos con las penas. –“Eran otros tiempos”- me digo sin palabras, -“y yo también era otro”- digo ahora en voz alta. Quiero levantarme del escritorio pero me detiene el miedo a vislumbrar el paisaje completo de la tristeza de esta tarde. Temo que el sonido de la pala cargando los escombros tome la forma de aquello en que un día puedo convertirme. Me da miedo divisar el rostro y el cuerpo que hay bajo el sombrero y el fragmento de la ruana que apenas diviso aquí sentado: es otra posibilidad amenazante en mi futuro. Me niego a aceptar el café vacío como un sitio clausurado de forma prematura. Con las nostalgias no hay problema porque tengo su imagen donde quiera vaya o me refugie. Las nubes oscuras y los vientos fríos de esta tarde no están en el cielo bogotano sino en el espacio de mi propia alma. La lluvia es eterna, es un sueño recurrente convertido en recuerdo cierto. Por eso creo que he de huir de estas ciudades desoladas que sólo son un espejo de mi órbita interior.

Suena el teléfono y espero al tercer timbrazo antes de levantar la bocina. No hablo y sólo coloco mi oído sobre el auricular. Una voz venida desde alguna lejanía impuesta me habla y me dice que salga hasta la esquina y que me espera en el café Oma para que hablemos de lo que fue y puede seguir siendo. La dueña de la voz no sabe que la vida es frágil, que la resurrección sólo es posible para creyentes y que yo hace tiempo dejé de serlo. Además, su voz ha cambiado, es distante y parece más segura de sí misma, de la extraña en que se ha convertido. No digo nada pero ella insiste, acaso yo esté a punto de ceder. Cierro los ojos y aprieto los labios y el pecho para que por fin me salgan las palabras. Por fin suspiro hondo y abro los ojos para ver la realidad tan cierta. El tut- tut- tut de un teléfono que no ha timbrado en toda la tarde me fastidia en el oído. Miro hacia la sala de espera de la oficina y veo el indicador del estéreo encendido, y entiendo que la voz no vino nunca de un lugar lejano sino del violín y el saxo que brotaban hace poco de esa caja maldita. Entonces me levanto y camino hacia la ventana. La lluvia ha cesado y ya no hay escombros ni obreros palanchines; el viejo de las golosinas parece una estatua derrumbada. El café continúa abierto y vacío. Tomo las llaves de la oficina y decido salir a buscar ese futuro que amenaza atormentarme.

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